lunes, agosto 27, 2007

UN CUENTO TEÓRICO.

En 1924, después de una larga estada en una clínica psiquiátrica, el historiador del arte Aby Warburg decide dedicar el resto de su vida (cinco años) a poner en pie un museo de reproducciones, un museo si ninguna obra original. Las copias expuestas ahí debían estar organizadas de modo de suscitar derivas teóricas siguiendo una idea de montaje particular y premeditada, consistente en una yuxtaposición de imágenes. El propósito de Warburg era poner en evidencia las conexiones entre figuras que, teniendo un origen geográfico e histórico diferente, adoptaron un comportamiento idéntico (muy frecuentemente de éxtasis o de ebriedad). En el mismo muro, Warburg había colgado afiches publicitarios junto a reproducciones de imágenes de la Grecia antigua, pinturas renacentistas y recortes de periódicos. Había ahí algo del leguaje múltiple que yo evocaba anteriormente hablando del joven Wittgenstein. El afán de Warburg consistía más que nada en subrayar la continuidad, a lo largo de la historia, de los mismos gestos, de las mismas actitudes humanas, de las mismas “intensidades”. Ciertos observadores vieron en esta yuxtaposición un continuum de intensidad que tenia algo así como el efecto de borrar todo sentimiento de identidad actual.
Una práctica corriente en los salones parisienses del siglo XIX evoca curiosamente el dispositivo de Warburg. Pienso en aquello que se conoce como “cuadros plásticos”: un grupo de modelos vivos eligen un cuadro suficientemente sugerente de un maestro antiguo, cuya escena tratan de recrear de manera teatral, adoptando cada uno una posición correspondiente a las que se ven en ese decorado artificial. Ahora bien, ya sabemos que los pintores utilizaban también modelos vivos. De manera inevitable, los modelos del cuadro viviente se mueven un poco, imperceptiblemente, y deben hacer esfuerzos repetidos para recuperar la “pose” inicial. Giran incesantemente en torno a esa pose que los reclama y se hurta a ellos. Resulta de esto una cierta tensión física, la misma que han debido experimentar los modelos originales en el taller del pintor. Tal intensidad común es como un puente que liga ambos grupos de modelos. Los ligeros movimientos de los modelos de origen, inscritos en la pintura, son reproducidos ahora por los modelos que ejecutan el cuadro plástico. En cierto sentido, los primeros se ha reencarnado en los del cuadro plástico o, por lo menos, lo que se ha reencarnado es aquella tensión. En tales gestos reencarnados, filósofos tales como Nietzsche y Klossowski han visto una ilustración, e incluso una prueba del eterno retorno.
Todas estas ideas me habían dado vueltas en la cabeza antes de que los trabajos de Pierre Klossowski me las hicieran evidentes, al punto de llegar a cristalizarse más tarde en el cuento teórico, que paso a contar a continuación, y que comienza hacia fines del siglo XV. Un contemporáneo de Piero della Francesca –que lo mismo puede ser Piero en persona– pierde la vista y, ciego, decide continuar pintando según un procedimiento de su invención, no muy diferente de la simetría del cuerpo humano de Dürer. Siguiendo este mismo método, el artista utiliza una serie de números para dictar su pintura, sin que le sea necesario ver o palpar la tela. De este modo, el pintor dicta y los discípulos ejecutan. Dos amigos pasan a verlo en su taller, pero ocurre que ambos están incluidos en el cuadro. El pintor los ha reducido de memoria a una serie de formulas matemáticas. Uno de los amigos se reconoce inmediatamente en la tela, no así el otro. El sistema del artista –que no deja de tener algunos límites– ha deformado su rostro, seguramente por el hecho de algunos rostros no son fácilmente integrables en una formula matemática. Al cabo de unas cuantas centurias, hacia fines del siglo XIX, en 1896 exactamente, un pintor alemán, especializado en la reproducción en pequeña escala de obras de grades maestros, descubre la pintura dictada por el artista ciego, con la gran sorpresa de reconocer en ella su propio rostro. Concluye que, puesto que su rostro ha sido previsto siglos antes de su nacimiento, él debe estar imbuido de una misión. ¿Pero cual vendría a ser la misión aquella?
El pintor romántico –que después de todo quizá no sea alemán, sino austriaco, y nada impide pensar que su nombre no sea Adolf Hitler–, decide reproducir aquella obra del Renacimiento, pero modifica a tal punto la composición, que en adelante la imagen suya se halla situada al centro del cuadro, creando un desequilibrio en los elementos que componen la pintura. En un acceso de modestia, el pintor decide retirar del todo su presencia en la composición. Sólo que en lugar de corregirse el desequilibrio, se acentúa. Decide entonces volverse a colocar al centro mismo del cuadro, para lo cual tiene que desplazar nuevamente todos los elementos, con el efecto final de volver la pintura profundamente melancólica. A consecuencia de esta serie de intentos fallidos, deja de lado la pintura, cuelga los pinceles y entra en política.
La pintura, no obstante, sobrevive a estos avatares –obra maestra inacabada, como en el relato de Balzac–, sin figuras, sin composición, pero cubierta de una masa de pinceladas dispares, y desaparece por algunos años antes de ser descubierta por soldados británicos mientras despejaban los escombros de una calle bombardeada. Entre esos soldados se halla un profesor de historia del arte, admirador ferviente del arte moderno, quien toma nota de la fecha inscrita en la tela y deduce que el autor es uno de los primeros artistas abstractos, más exactamente, un abstracto de una línea de expresión de entre las más contemporáneas. Después de haber colgado esta pintura en medio de las obras de su colección privada, el hombre pierde la vista y se retira a un hogar de ciegos. El único bien que decide llevar consigo es esta pintura, pues quiere tenerla cerca suyo durante los largos días de oscuridad. Esta decisión suya no carece de buenas razones, ya que la pintura es táctil y, mejor aún, al tocarla deja la impresión de que ella quiere que la toquen, como si pudiera, por el tacto, comunicar sus figuras invisibles; sólo que esas figuras vomitan odio y delatan una paranoia agitada. Luego de que el coleccionista caiga enfermo y se suicide golpeándose la cabeza contra una columna neoclásica, la pintura quedará en esa institución para ciegos. Hacia fines de los años sesenta, una cantante rock, a quien los reflectores del estadio en que debía presentarse han dejado ciega, se instala en la misma pieza en la que se halla la pintura. Una estrecha relación se establece entre la pintura y la cantante que lee en ella como en una partitura musical. De lo que resulta una curiosa combinación de ars nova y de música militar Prusia, con un algo de Mahler y una pizca de Franz Lehar. Uno de los médicos de la institución organiza, de vez en cuando, espectáculos de luz y sonido para las galas de caridad. Habiendo tenido la idea de traducir la música de la cantante ciega en secuencias luminosas y coloreadas, el efecto de éstas va a desencadenar en él una risa histérica que le durará varias semanas, con su muerte como broche de oro, a consecuencia de una ataque al corazón. Afortunadamente, sus colegas han tenido la presencia de espíritu de grabar sus carcajadas y es así que comprobarán que éstas provocan en quien las oiga unas irresistibles ganas de bailar. Deciden entonces utilizar la grabación en el curso de la fiesta anual de entrega de diplomas a los estudiantes de medicina. Durante la fiesta, un cirujano especialista en pulmón, enloquecido por el estrépito de la riza danzante, apuñala a uno de sus colegas. Un video aficionado, filmado también por fortuna durante la fiesta, servirá de prueba en el proceso. Uno de los miembros del jurado, profesor de arte, tiene la gran sorpresa de comprobar que, en sus movimientos, el baile filmado describe el equivalente dinámico exacto de la coreografía retratada en una pintura del Renacimiento. Al cabo de una investigación, el profesor descubre que la pintura en cuestión ha sido dictada por un maestro ciego, a quien finalmente se remontaría, en su origen, la causa del crimen. Desgraciadamente, durante el proceso son difundidas ante el jurado las grabaciones de la risa, cuyos miembros, al oírlas, se ponen a bailar. En medio de un baile frenético, el juez da muerte al profesor de arte clavándole, en un ojo, una pluma de cola de faisán. La historia sigue aún sin explicación, pero tortuosa como es, habrá permitido, por lo menos en lo que me concierne, alcanzar el objetivo que yo me había propuesto. Éste no era otro que el de hacer plausible la idea de que toda imagen no es más que la imagen de una imagen; imagen traducible a todos los códigos posibles, y que ere proceso no puede sino desembocar en nuevos códigos generadores de imágenes, estas mismas generatrices y apetecibles.

Raúl Ruiz. Poética del cine. Págs. 62 a 65.

Nota del transcriptor: ¿Por qué este texto y no otro? Por encadenación de causas y efectos. Como dijo el Gran Santo chileno: Quien tiene sentido social comprende perfectamente que todas sus acciones repercuten en los demás hombres, que les producen alegría y dolor; y comprende, por tanto, el valor solemne del menor de sus actos. San Alberto Hurtado.
La única pregunta que cabe hacerse es: ¿Qué devastadora emoción despertarás en tus semejantes?
Que la GranDiosa nos ampare en medio de sus piernas.

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