sábado, diciembre 15, 2007

Imagen de ninguna parte


Después de la Segunda Guerra Mundial, el héroe de una novela de Kasimierz Brandys retorna a la antigua ciudad de Varsovia, reconstruida barrio por barrio, calle por calle, casa por casa, al punto de llegar a ser un calco de sí misma. El hombre anda a la búsqueda de la casa de su infancia, destruida durante los bombardeos aéreos. Los lugares que recorre le parecen a la vez familiares y extraños. Reconoce una calle, algunos edificios, también un café. Confiado de ir bien encaminado, gira en una esquina seguro de ver aparecer su domicilio, pero sólo se encuentra ante un muro que ahora se alza frente a él. Los urbanistas han omitido rehacer dos calles en este lugar, y entre ellas la que el hombre buscaba. La reconstrucción de la vieja Varsovia fue para muchos un éxito rotundo. Sólo unos pocos, muy pocos en verdad, quedaron decepcionados. Es posible incluso que el sentimiento de decepción no haya hecho presa, sino de una sola persona: este último sobreviviente de una calle olvidada por los urbanistas.

Cada vez que leo o releo una utopía, ya sea se presente como un sueño delicioso o como una pesadilla, tengo la impresión de que, a imagen de la reconstrucción de Varsovia, dicha utopía resulta convenir a todos, salvo a una persona, a saber, a mí mismo. De la misma manera que las utopías buenas (véase La Utopía, de Tomás Moro) no me llenan de contento, las malas no me parecen dignas de espanto (digamos, el Apocalipsis de San Juan). Es sin duda porque, para utilizar una expresión utópica, las malas utopías no parecen excluir a nadie en general, auque de hecho excluyan a todo el mundo en particular
[1].

Otra tradición muy reciente cree ver en la muerte del socialismo la razón de que las utopías se hayan vuelto superfluas. Pues bien, yo creo que si el mundo de hoy es aterrador es porque se ha convertido, precisamente, en un terreno favorable al desarrollo de las utopías. Por todas partes en el mundo brotan las multinacionales, organismos sin origen ni lugar, utopías sin futuro, a veces incluso sin razón de ser. Un día fabrican golosinas, al día siguiente se transforman en compañías trasatlánticas, y, en el curso de una sola semana, invaden el mundo con trasatlánticos cargados de golosinas. Algunas han sido creadas para hacer dinero, otras, como las fuerzas armadas de las Naciones Unidas, creadas para el socorro de civiles en determinadas circunstancias, trabajan a pérdida. Algunas otras son esencialmente profilácticas. Otras tatas, como la iglesia, militan a favor del Bien. Otras aún –como un cierto Hollywood– predican el Mal. Todas son utópicas, todas creen que la felicidad es la orquestación de disposiciones plebiscitadas como buenas. Para tales las utopías, un hombre feliz es un hombre que se dice feliz y al que todos creen lo que dice. ¿Por qué se le cree? Porque su felicidad tiene causas explicables, como son la posesión de una camisa, el aroma de un perfume, el espectáculo de un incendio o el de una historia que le acaban de contar en imágenes.

Recientemente, el “profesor” Arnold Schwarzenegger explicaba que, en adelante, Hollywood no produciría más que películas de aquellas que la especie humana adora. Historia-ídolos, previstas en guiones de concreto armado y dirigidas según reglas que tienen fuerza de ley. Por definición, las historias destinadas a todo el mundo no existen en un lugar particular: son utopías. Para realizarlas, inventamos, manufacturamos imágenes utópicas –sin lugar ni raíces– y hacemos experimentos con ellas. Por el momento, los modelos utilizados para aquellas imágenes son las “stars” como, por ejemplo, el señor Schwarzenegger, pero muy pronto toda conexión con gentes y cosas preexistentes será superflua.

Me gustaría discutir sobre tales imágenes utópicas, pero para hacerlo deseo echar mano a una técnica retórica de persuasión tomada en préstamo a los antiguos sofistas chinos de la época de los Reinos Combatientes, antes del advenimiento del Imperio (pongamos por caso, Li si, en el siglo III antes de J. C.). esos sofistas pensaban que para convencer a alguien de la gravedad o de la importancia de un problema, en lugar de desmenuzarlo para reducirlo a sus componentes silogísticos, era mejor abordarlo con la ayuda de figuras retóricas
[2]. Por ejemplo, no se dirá que es injusto expulsar a los extranjeros de Francia por tal o cual razón, sino más bien: A usted que le gustan tanto las joyas de Arabia y el café de Colombia, ¿cómo puede usted pensar que lo que viene del extranjero es detestable? Comenzaré este examen de las imágenes utópicas por un detalle tomado de mi vida personal.

La historia que voy a contarles comienza hace treinta años, en un bar-restaurante con un nombre de siniestro augurio: “Il Bosco”. En este bosque
[3] de la noche se reunía una centena de estudiantes que no tenían ningún inconveniente en comportarse como los monstruos de las pinturas de Jerónimo (Hiero-nimus) Bosch. Se reunían en torno a unas mesas con la esperanza de olvidar[4] las mentiras[5] que durante el día les habían enseñado en la universidad y, entre otras demoliciones conceptuales[6], se dejaban a veces entretener y seducir por utopías variadas y contradictorias[7]. Quisiera mencionar hoy tres de esas mesas. Cada una de ellas, como en las novelas emblemáticas de Raimundo Lullio, era una representación alegórica de una utopía particular, mientras que todas aspiraban a ser la representación del mundo en su integralidad.

La primera mesa estaba situada adelante, a la izquierda, cerca del bar, donde se reunían estudiantes de Derecho y aquellos del Instituto pedagógico. Discutían, criticaban y practicaban en todos los niveles esta utopía en forma de monstruo que se llama Quimera. El cuerpo del monstruo estaba compuesto de tres creaturas distintas: la cabeza de mujer representaba una visión alegórica–la de una sociedad gobernada por las ciencias y dedicada a imponer la justicia social–. El cuerpo era el de un andrógino y representaba la visión fraternal de los pueblos empobrecidos y explotados. Los miembros, que eran los de un león, representaban la unidad de América Latina y la guerra patria.

La segunda mesa se encontraba al fondo del restaurante, a la derecha, en el rincón más sombrío y boscoso del establecimiento. Ahí, en medio de efluvios excremenciales, se juntaban los comentadores de Ludwig Wittgenstein
[8] y de Bertrand Russell, perteneciendo éstos a la Facultad de Ciencias. Su creatura tutelar era el gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas, y su utopía secreta era la concepción de un mundo en el que los problemas se desvanecieran apenas queda demostrada su inconsistencia lógica.

La tercera mesa estaba igualmente situada al fondo del establecimiento, a la izquierda, pero iluminada ésta por una buena luz. Era un conjunto monotemático y entusiasta, compuesto de antiguos estudiantes, cinéfilos todos. Se practicaba ahí el arte de la memoria clásica. Su monstruo era el Golem. Todos eran antiutopistas o, más bien, temían el advenimiento de un mundo utópico del que se decía que en su seno las imágenes, las voces, los rostros y las caricias sintéticas tomarían un día el lugar del mundo real.

Treinta años más tarde, nos hallamos al final del siglo XX. De todas aquellas utopías mordaces no subsiste nada, aparte unas impalpables figuras angélicas casi transparentes, destiladas, predigeridas, homeopáticas. La utopía de un mundo justo, gobernado según los principios de la razón y de los métodos científicos, se transformó en terreno de juego en donde unos jugadores cabalistas –me refiero a aquellos corredores de la bolsa, vestidos como Burgueses de Calais estragados, con la barba recortada, el pelo corto, la cuerda al cuello– se hallan empeñados en un intercambio masivo de textos en código. Juego en el que el ganador gana más de lo que puede consumir; y el perdedor pierde lo que nunca ha tenido. Más allá de las murallas de esta Ciudad Ideal, se extienden vastos campamentos de seres humanos, erráticos, amnésicos, desprogramados, medio muertos y lazados a la siga de los cuatro Jinetes del Apocalipsis
[9]: un puro estado de guerra, una peste, un hambre que ninguna hambruna podrá saciar; una muerte que fulmina hasta la idea misma de la muerte. Todos gobernados por el miedo, ese General de doble rostro: uno es el de Terror, amo y señor de los territorios en estado de guerra; el otro es el de Pánico, hijo de Pan[10]. Emiliano, profesor de retórica, oyó un grito desde el puete de su barco cogido en la tempestad, en aguas de la isla de Paxos: Tamo, Tamo, cuando llegues a Palode, diles que le gran dios Pan ha muerto. Este grito provocó el lamento inconsolable de ciudades enteras. A él respondió no hace mucho un consejero japonés del ex presidente Bush, “cuyo nombre no quiero recordar”, cuado dio en proclamar que San Agustín, dios del progreso indefinido, había muerto. El asesino de Pan está muerto. La historia se ha detenido. Pan revivirá.

La segunda utopía, que esperaba de la lógica el aniquilamiento de los problemas, no ha conocido mejor fortuna. El mundo, esa totalidad de acontecimientos, ha sido escamoteado o, por lo menos, se ha travestido de acontecimientos sólo posibles: lo que pudo haber sido ha suplantado lo que verdaderamente fue, mientras que lo que podrá ser reemplazará a lo que será. En este mundo se puede sostener que la Segunda Guerra Mundial no tuvo lugar; que la guerra de Troya no tendrá lugar; o aún que nosotros mismos no tendremos lugar. En el mundo de los guiones plausibles podemos vivir varias vidas y morir a repetición, pero con una condición: que nos sometamos a las leyes eternas de la “Energeia” –evidentia narrativa–. Se llama “evidencia narrativa” a la retórica de persuasión puesta hoy al servicio de la elaboración de ficciones, cuyas reglas básicas han evolucionado desde el siglo diecinueve. Todas propugnan la supremacía de lo plausible sobre una realidad de poco crédito, porque es incoherente y polvorienta
[11]. En adelante ya no se dice: Se quitó la máscara y apareció su verdadero rostro, basta con decir: Para mostrar lo que es, se ha calzado su máscara.

Las reglas que gobiernan el cine (digamos, Hollywood) son idénticas al simulacro que es la vida en nuestros días. Esta utopía acaba por reformular la idea de salvación, cuya versión más perfecta se halla en la aplicación de la teoría de conflicto central: mientras más sacrifique usted a la lógica narrativa o a la Energeia, más posibilidades tendrá de salvarse. Reglas que han encontrado a menudo su inspiración en ciertos juegos venidos de la Grecia antigua, en los que predominaban el azar y el vértigo. Incluso hemos resucitado juegos que habían caído en el olvido. Juegos de resistencia al dolor –la prueba de la tortura– y juegos de sobrevivencia. En estas Olimpiadas permanentes, los miembros de la Ciudad Ideal son azuzados sin cesar los unos contra los otros para un combate singular. Cada movimiento, cada intención son objeto de evaluación (programas de farrándula. Nota del Transcriptor). Los otros, los no ciudadanos, la mayoría, vegetan como parias.



Raúl Ruiz.


[1] Dicho de otra forma: la utopías no son generalidades (lo propio del conocimiento), sino generalizaciones. He ahí su radical insustancialidad: intentan reemplazar el todo por la parte que más le gusta al escritor. Esto debería bastar para dejar claro el tema, pero como el entendimiento humano es un can, le gusta morderse la cola un buen rato, antes de ir a dormir la mona.
[2] ¿Sabrá el coyote viejo que dicha ‘predilección’ estratégica viene dada por el formato de la escritura? En cualquier parte donde la lengua se escribe ideográficamente, la ciencia no nace. Sólo el asentamiento del alfabeto permite la ciencia, es decir, la descomposición de la realidad en su partes ‘fundamentales’ (letras), es decir, la existencia de ese supuesto. El hombre no piensa con el cerebro, piensa con la forma que adopta su lenguaje. He ahí por qué la concepción atómica de la materia sólo floreció en la modernidad occidental. He ahí la revuelta de la parte contra el Todo, nuestra prisión.
[3] Lamento inundar este texto con mis propias reflexiones, pero no puedo evitarlo. Cada palabra se convierte en un hipervínculo y esta palabra en especial, se despliega en mi mente como su significado. Por lo pronto, ver lo que dicen tanto O. y G., como Eliade respecto a él. No sólo asusta meterse en él, ahora tan sólo pensarlo, que es otra forma de hacerlo. De ahí vengo a él voy con mi (t)ropa.
[4] Situacionistas.
[5] Rimbaud.
[6] En algunas conversaciones de ebrios en Valparaíso, in illo tempore, me creí el inventor de esta frase.
[7] En un gran salón, tipo premiación oficial con podio sobre escenario de madera con telón de fondo a tono con la madera vitrificada, el viejo coyote remata su discurso con el siguiente dictum profético: Desde las cenizas de estos tres seres se levantará uno nuevo capaz de realizar el anhelo detrás de estas utopías. Nombraba qué parte de cada uno de los mostros se unía con la otra para dar vida a este nuevo ser, al que anunciaba inminente y que su ascenso haría lo que él no pudo, que le gustaría ser parte de él, pero que no sabia si lo vería. Al despertar de este sueño, después de haber leído este texto justo antes de dormir, traté de recordar todos los detalles, pero se me escapó la configuración de las partes, pero cada una complementaba o, mejor dicho, equilibraba a las otras. El resultado era armonioso y esta inminencia de la armonía electrificaba a todos los presentes allí. El viejo coyote habló de una forma tan solemne e hierática que lo desconocí. Al cruzarse nuestras miradas, comprendí que me hablaba.
[8] Según cuenta el mito, humilló en clases a Adolfo por su incorrecto hablar. Origen de su obsesivo antisemitismo.
[9] Esta descripción de la “ciudad Ideal”, me recuerda demasiado a la que desde un punto de vista ecológico hizo un entrevistado de Warken sobre Santiago, en Una belleza nueva. No recuerdo su nombre, salvo que es uno apellido ‘vinoso’.
[10] El miedo y el pánico son los grandes argumentos de la política moderna. Paul Virilio.
[11] De ahí el inconsciente, inconfesable e irreprimible deseo de muchos por conectarse todos los tubos a la Matrix.

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