¡La apariencia del poder! He aquí el "secreto" de esas épocas. Vistas superficialmente, la política se hace en ellas lo que es siempre de algún modo, pero jamás tan desvergonzadamente: "realista". Se desentiende de toda "idea", de todo "programa", de toda "utópica palabrería". Tanto mejor, se dirá; de este modo se hace más flexible, más compleja, más atenta a las articulaciones de la realidad y menos atropellada. Pero no. Una política compleja y sinuosa, verdaderamente "realista", existe sólo cuando la realidad no es enteramente ingobernable. Quizá los hombres no puedan elegir, como tienen, con frecuencia, la ilusión de hacerlo, entre distintas realidades o ideas. Pero, al menos, pueden elegir entre diversos matices. Son las épocas de los políticos hábiles, astutos, los tiempos, relativamente "felices", de los "maquiavélicos". Ahora bien, el supuesto de tal política es una realidad que ofrece a veces resistencia encarnizada, pero que se puede modelar, hasta amasar. En épocas en las cuales el ejercicio del poder es sólo una "apariencia", en cambio, nada puede modelarse; el que tiene en sus manos las riendas de la sociedad no tiene más remedio que seguir fielmente sus locos tirones. Ya tiene bastante que hacer con mantenerse sobre la silla. La realidad social se ha hecho tan simple y tan compacta, que cada vez ofrece menos resquicios para las complejidades del "juego" de la política. Desde Augusto hasta los Antoninos, todavía se conservaba la ilusión de que el poder era una representación de la sociedad -de la mejor sociedad-, de que el emperador -el "rey"- podía ser -y debía ser- el primus inter pares. Pero bien pronto la ilusión se desvaneció; el que quería ser emperador debía renunciar a ser princeps. La sociedad se fue implacablemente nivelando y, con ello, perdió la posibilidad de engendrar una compleja estructura por cuyas hendeduras la libertad pudiera insinuarse. Se dirá que esta nivelación era necesaria, y que era un paso más hacia una sociedad ideal donde no hubiera ni dominadores ni dominados. Pero la realidad histórica pronto se encargó de demostrar que esto no pasaba de ser un piadoso deseo. Pues la nivelación no equivale siempre a la igualdad y menos todavía a la fraternidad: al nivelarse, los hombres no se hacen por ello, sin más, hermanos; lo que sucede es que el centro del poder se hace cada día menos localizable y, por lo tanto, menos responsable. Todos parecen mandar; en verdad, no manda nadie. Bueno, se alegará, mandan los órganos más directos de la sociedad: el ejército, la burocracia. Uno y otra se han formado a base de las clases más numerosas, antes desposeídas. Perfectamente. En cuanto esos órganos funcionan se disponen a triturar a las clases mismas de las cuales han emergido. La sociedad parece una monarquía quizás sin monarca, pero con un solo mando; en rigor, se trata de una anarquía. Bajo la costra de la organización a ultranza, por debajo de la universal militarización de todas las funciones sociales, acecha el vacío. Es un vacío peligroso; cada vez que se necesita un reajuste es menester que se precipiten en él, que desaparezcan físicamente, clases enteras: el más pequeño movimiento engendra un número incontable de trastornos y males. La sociedad parece haberse hecho más simple; no por ello se ha hecho más manejable.
Todo lo contrario. La característica principal de una sociedad como la que intentamos describir es la falta casi completa de flexibilidad. Una de las causas de ello es de carácter cuantitativo: es necesario que un número cada vez mayor de hombres queden encuadrados en una misma organización política (Estado o bloque). Esto aconteció con el Imperio romano cuando la romanidad fue cediendo cada vez más terreno en favor del puro Imperium. Era, al parecer, un proceso inevitable; cualquier elegíaca rememoración de lo pasado (República) resultaba artificiosa y vacua. Pero esto es, precisamente, lo que queremos subrayar: nuestra digresión se refiere a períodos en los cuales no se puede decir de lo que ocurre que sea bueno o malo, detestable o apetecible, sino sólo esto: inevitable. Son las épocas en que predomina el "no hay más remedio". De Cómodo a Diocleciano, y de Diocleciano a Teodosio - dos fases de un mismo período -, se desencadenó un proceso histórico cuya característica más general y permanente fue la impotencia. La clase senatorial fue incapaz de salvar la tradición y tuvo que perecer. El emperador no consiguió salvar a la clase senatorial; en rigor, no logró salvar a ninguna clase, y tuvo que someterlas a todas a las órdenes de la burocracia y del ejército. Mas éstos no pudieron tampoco decidir por sí mismos; no sólo no poseían una consciencia de mando, sino que pensaban que ésta se hallaba encarnada en quien era sólo instrumento suyo: el emperador. Así, en tales momentos, unas clases dependen de otras y unos individuos de otros sin que se sepa si hay una estructura - buena o mala- que garantice esa dependencia. Puede argüirse que esto contradice la tesis anterior, y que nunca hay mayor flexibilidad que cuando la rigidez desaparece. Así sería, en efecto, si lo flexible se identificara con lo amorfo. Ahora bien, ello equivale a confundir dos operaciones distintas: la igualación y la nivelación. La igualación significa el sometimiento de los hombres a una común medida. La nivelación significa que todos están sometidos a la misma falta de medida. Habrá, entonces, algo igual en todos, pero no será ya la justicia común, o el común disfrute de los bienes, sino la zozobra, la imprevisibilidad, la esclavitud.
En ciertas épocas, la sociedad tiene un solo problema, urgentísimo: subsistir. No se puede pensar en otra cosa; los "políticos", los poderosos no hallan ante sí otra cuestión. No pueden crear, mandar sobre la sociedad como el artista manda sobre la materia, con una singular mezcla de amor y dominio. Tienen que limitarse a mantener a la sociedad en pie, a evitar que se derrumbe, aunque para lograrlo deban abatir, física o moralmente, a grandes porciones de sus componentes. Son, pues, casi tan esclavos como los esclavos. Su ventaja - por supuesto, nada desdeñable - es que se hallan "encima", y de ahí que se mantenga para ellos la motivación psicológica antes referida: el "situarse". Mas, a poco que reflexionen sobre su existencia y sobre la de los hombres en torno, advierten que el vacío es igual en todos y que la gran ola del tiempo los arrastra a unos y a otros, sin pausa y sin misericordia. Su única esperanza es que la gran crisis que viven todos sea una crisis de crecimiento y no de senectud; que todo lo que ocurre tenga una última justificación en la futura historia. Ahora bien, esta historia está oculta a la mirada del hombre, y siempre subsistirá la duda de sí, caso de tratarse de un parto, vale la pena aguantar sus dolores.
El poderoso no podrá nunca decir que se trata de un problema falso. Sea cualquiera la forma como haya escalado las inestables cimas del mando, el problema será siempre vivo para él. Para el hombre cuya existencia consiste en el mando - grande o pequeño- no hay modo de desdoblar la realidad de la apariencia: lo que la sociedad parece ser, es lo que es.
Todo lo contrario. La característica principal de una sociedad como la que intentamos describir es la falta casi completa de flexibilidad. Una de las causas de ello es de carácter cuantitativo: es necesario que un número cada vez mayor de hombres queden encuadrados en una misma organización política (Estado o bloque). Esto aconteció con el Imperio romano cuando la romanidad fue cediendo cada vez más terreno en favor del puro Imperium. Era, al parecer, un proceso inevitable; cualquier elegíaca rememoración de lo pasado (República) resultaba artificiosa y vacua. Pero esto es, precisamente, lo que queremos subrayar: nuestra digresión se refiere a períodos en los cuales no se puede decir de lo que ocurre que sea bueno o malo, detestable o apetecible, sino sólo esto: inevitable. Son las épocas en que predomina el "no hay más remedio". De Cómodo a Diocleciano, y de Diocleciano a Teodosio - dos fases de un mismo período -, se desencadenó un proceso histórico cuya característica más general y permanente fue la impotencia. La clase senatorial fue incapaz de salvar la tradición y tuvo que perecer. El emperador no consiguió salvar a la clase senatorial; en rigor, no logró salvar a ninguna clase, y tuvo que someterlas a todas a las órdenes de la burocracia y del ejército. Mas éstos no pudieron tampoco decidir por sí mismos; no sólo no poseían una consciencia de mando, sino que pensaban que ésta se hallaba encarnada en quien era sólo instrumento suyo: el emperador. Así, en tales momentos, unas clases dependen de otras y unos individuos de otros sin que se sepa si hay una estructura - buena o mala- que garantice esa dependencia. Puede argüirse que esto contradice la tesis anterior, y que nunca hay mayor flexibilidad que cuando la rigidez desaparece. Así sería, en efecto, si lo flexible se identificara con lo amorfo. Ahora bien, ello equivale a confundir dos operaciones distintas: la igualación y la nivelación. La igualación significa el sometimiento de los hombres a una común medida. La nivelación significa que todos están sometidos a la misma falta de medida. Habrá, entonces, algo igual en todos, pero no será ya la justicia común, o el común disfrute de los bienes, sino la zozobra, la imprevisibilidad, la esclavitud.
En ciertas épocas, la sociedad tiene un solo problema, urgentísimo: subsistir. No se puede pensar en otra cosa; los "políticos", los poderosos no hallan ante sí otra cuestión. No pueden crear, mandar sobre la sociedad como el artista manda sobre la materia, con una singular mezcla de amor y dominio. Tienen que limitarse a mantener a la sociedad en pie, a evitar que se derrumbe, aunque para lograrlo deban abatir, física o moralmente, a grandes porciones de sus componentes. Son, pues, casi tan esclavos como los esclavos. Su ventaja - por supuesto, nada desdeñable - es que se hallan "encima", y de ahí que se mantenga para ellos la motivación psicológica antes referida: el "situarse". Mas, a poco que reflexionen sobre su existencia y sobre la de los hombres en torno, advierten que el vacío es igual en todos y que la gran ola del tiempo los arrastra a unos y a otros, sin pausa y sin misericordia. Su única esperanza es que la gran crisis que viven todos sea una crisis de crecimiento y no de senectud; que todo lo que ocurre tenga una última justificación en la futura historia. Ahora bien, esta historia está oculta a la mirada del hombre, y siempre subsistirá la duda de sí, caso de tratarse de un parto, vale la pena aguantar sus dolores.
El poderoso no podrá nunca decir que se trata de un problema falso. Sea cualquiera la forma como haya escalado las inestables cimas del mando, el problema será siempre vivo para él. Para el hombre cuya existencia consiste en el mando - grande o pequeño- no hay modo de desdoblar la realidad de la apariencia: lo que la sociedad parece ser, es lo que es.
José Ferrater Mora
Nota del transcriptor:
¿Qué tendrá que ver todo esto con el Transmula? Varias cosas. Primero, apariencia del poder, Bachelet no manda cantar a un ciego. Segundo, estamos en crisis y lo que se trata ya no es "cambiar", sino mantener con vida a la sociedad, mentiras y estafas de por medio, cueste lo que cueste. Tercero, el Transmula era inevitable, ya que el caos vial santiaguino era insostenible, pero "el más pequeño movimiento engendra un número incontable de trastornos y males". Cuarto: todo se ha vuelto inevitable e insostenible. La situación no va a mejorar con el tiempo, tan sólo nos acostumbraremos al caos organizado, a la crisis cotidiana, porque el sistema socio-político-económico está a punto de reventar, como lo hizo el Imperio romano y todos los que nos precedieron. La Tierra y el Universo tienen otro plan para la Humanidad: Noosfera. "No hay más remedio".
"cada vez que se necesita un reajuste es menester que se precipiten en él, que desaparezcan físicamente, clases enteras".Los cantantes y vendedores ambulantes no tienen cabida y están a punto de dejar de existir como 'oficio popular'. Los 'sapos' o 'controladores de frecuencia' del antiguo sistema dejaron de existrir el primer día y ahora son cesantes, con toda la crisis familiar que produjo. Para qué decir de los miles de choferes que no caben en el sistema, porque el Transmula implicó reducir en más de 3.000 buses el parque total del "Gran Santiago".
Bachelet no manda a cantar ni a un ciego. Cambia de gabinete como de ropa, cada temporada. No es ella el problema, el problema lo SOMOS todos, porque somos demasiados y, tal como dice la teoría general de sistemas, mientras más grande es, más difícil es ordenarlo, o, dicho de otra manera, más fácil que caiga en KAOS. Que es lo que ha estallado en nuestras caras ahora, pero se venía incubando hace rato, unas tres décadas, mínimo.
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