"¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita sobre tablas de oro? ¡Demasiada suerte! ¿Qué crimen, qué error he cometido para merecer mi debilidad actual? Vosotros, que afirmáis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, tratad de narrar mi caída y mi sueño*. Yo no puedo expresarme sino como el mendigo con sus continuos Padre Nuestro y Ave María. ¡Ya no sé hablar!".
Ha terminado la narración de su propio infierno personal... está a punto de decir adiós. Sólo queda por agregar unas pocas palabras de despedida. Una vez más, aparece la imagen del desierto, unas de sus imágenes más persistentes. La fuente de su inspiración se ha secado: como Lucifer, ha "consumido" la luz que le fue dada. Sólo queda el reclamo del más allá, la llamada de la profundidad, cuya respuesta halla para él corroboración y consumación en la vida de la temida imagen que lo asalta: el desierto. Tasca el freno. "¿Cuándo iremos?", pregunta. ¿Cuándo iremos..., a dar la bienvenida al nacimiento del trabajo nuevo, la sabiduría nueva, la fuga de tiranos y demonios, el fin de la superstición, a adorar -¡los primeros!- la Navidad sobre la Tierra?" (Cómo nos recuerdan estas palabras a un contemporáneo suyo que él nunca conoció: Nietzsche!).
¿Qué revolucionario ha sabido expresar más nítida y conmovedoramente el camino del deber? ¿Qué santo ha dado un sentido más divino a la Navidad? Son las palabras de un rebelde, sí, pero no las de un rebelde impío. Un pagano, sí, pero las de un pagano como Virgilio. Es la voz del profeta y el maestro, del discípulo y el iniciado, al mismo tiempo. Aún el sacerdote idólatra, supersticioso e ignorante, debe aprobar esta Navidad. "Esclavos, no maldigamos la vida!", grita. "Basta de lágrimas y lamentaciones, de la mortificación de la carne. Basta de sumisión y docilidad, de la credulidad infantil y la plegarias infantiles. Desechemos los falsos dioses y los oropeles de la ciencia. Abajo los dictadores, los demagogos, los "sans-culote". No maldigamos la vida, ¡adorémosla! Todo el interludio cristiano no ha sido sino una negación de la vida, una negación de Dios, una negación del espíritu. Ni siquiera hemos soñado aún la libertad. ¡Liberad el espíritu, el corazón, la carne! Liberad el alma para que ella pueda reinar en seguridad. Este es el invierno de la vida y yo temo el invierno, porque es la estación de la comodidad. Que nos concedan la Navidad sobre la Tierra, no el cristianismo. Nunca he sido cristiano. No he pertenecido jamás a vuestra raza. ¡Sí, mis ojos están cerrados a vuestra luz, soy una bestia, un negro, pero puedo ser salvado! ¡Vosotros sois falsos negros, vosotros avaros, maniáticos, demonios! Yo soy el verdadero negro y éste es un libro negro. Digo: que venga la Navidad sobre la Tierra... ahora, ahora, ¿oís? ¡Nada de esperanzas falsas!".
Así deliraba. "Pensamientos fuera de lugar" indiscutiblemente.
"Ah, bien...", parece suspirar. "A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones jubilosas". Por un momento, nada se yergue entre él y la certidumbre del sueño. Ve el futuro como la consumación inevitable del deseo más profundo del hombre. Nada puede detenerlo en su marcha hacia la meta, ni siquiera los falsos negros que están infestando el mundo en nombre del orden y la ley. Lleva su sueño hasta sus últimas consecuencias. Todos los recuerdos horribles, innominables, se borran. Y con ellos, todos los remordimientos. Tendrá su revancha sobre los rezagados, los "amigos de la muerte". "Aunque me perdiera en un desierto, aunque hiciera de mi vida un desierto, aunque no fuera ya oído por nadie, sabed que me será igualmente dado poseer la verdad en alma y cuerpo. Habéis hecho todo lo posible por enmascarar la verdad; habéis tratado de destruir mi alma; y acabaréis por quebrar mi cuerpo bajo la rueda... Pero yo sabré al fin la verdad, la poseeré por mí mismo, en este cuerpo y en esta alma...".
Son éstos los gritos salvajes de un visionario, de un "amigo de Dios", aunque se niegue a aceptar el nombre.
"Dado que toda palabra es idea", decía Rimbaud, "tiene que llegar el tiempo de un lenguaje universal!... Esa lengua nueva o universal hablará de alma a alma y lo resumirá todo, perfumes, sonidos, colores, uniendo todo pensamiento". La clave de este idioma, está de más decirlo, es el símbolo, que sólo el creador posee. Es el alfabeto del alma, prístino e indestructible. Gracias a él, el poeta, señor de la imaginación y gobernante anónimo del mundo, se comunica, comulga con sus camaradas. Con el fin de establecer este puente, el joven Rimbaud se entregó a sus experiencias. ¡Y con qué éxito, pese a su repentina y misteriosa renuncia! Desde más allá de la tumba sigue aún comunicándose, y cada vez más poderosamente con el correr de los años. Cuanto más enigmático nos parece, más lúcida se hace su doctrina. ¿Paradójico? De ningún modo. Todo cuanto hay de profético sólo puede revelarse con el tiempo y la contingencia. En este medio vemos hacia atrás y hacia adelante con idéntica claridad; la comunicación se convierte en el arte de instaurar, en cualquier momento del tiempo, una relación armónica entre pasado y futuro. Todos y cada uno de los materiales son de la misma utilidad, siempre y cuando puedan ser convertidos en la moneda eterna: la lengua del alma. En este sentido no existen ni alfabetos ni gramáticos. Sólo es necesario abrir el corazón, desechar todo prejuicio literario... en otras palabras, revelarse. Lo que equivale, por supuesto, a una conversión. Se trata de una medida radical que presupone un estado de desesperación. Pero si todos los demás métodos fallan, como inevitablemente suele suceder, ¿por qué no recurrir a esa medida extrema, la conversión? Sólo en las puertas mismas del infierno, asoma la salvación. Los hombres han fracasado, en todos los sentidos. Una y otra vez han tenido que volver sobre sus pasos, retomar la pesada carga y comenzar por enésima vez la empinada y ardua ascensión hacia la cumbre. ¿Por qué no aceptar el reto del espíritu y someterse? ¿Por qué no rendirse y hallar así acceso a una nueva vida? El antiguo está siempre esperando. Unos lo llaman el Iniciador, otros el Gran Sacrificio...
Henry Miller
* El subrayado es de H. M.
miércoles, abril 04, 2007
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