La función crea el órgano. ¿Y la función quién la crea? La necesidad. ¿Y la necesidad? El problema.
La vida de una cosa es su ser. ¿Y qué es el ser de una cosa? Un ejemplo nos lo aclarará. El sistema planetario no es un sistema de cosas, en este caso, de planetas: antes de idearse el sistema planetario no había planetas. Es un sistema de movimientos; por tanto, de relaciones: el ser de cada planeta es determinado por, dentro de ese conjunto de relaciones, como determinamos un punto en una cuadricula. Sin los demás planetas, pues, no es posible el planeta Tierra y viceversa: cada elemento del sistema necesita de todos los demás: es la relación mutua entre los otros. Según esto, la esencia de cada cosa se resuelve en puras relaciones.
No es otro el sentido de la evolución en el pensamiento humano desde el Renacimiento hasta acá: disolución de la categoría sustancia en la categoría relación. Y como la relación no es una res, sino una idea, la filosofía moderna se llama idealismo y la medieval, que empieza en Aristóteles, realismo. La raza aria pura segrega idealismo: así Platón, así aquel indio que escribe en su purana: “Cuando el hombre pone en el suelo la planta, pisa siempre cien senderos”. Cada cosa una encrucijada: su vida, su ser es el conjunto de relaciones, de mutuas influencias en que se hallan todas las demás. Una piedra al borde de un camino necesita, para existir, del resto del universo.
Cada cosa concreta está constituida por una suma infinita de relaciones.
En el espíritu se ve más claramente que en la materia cómo el ser, la vida, no es sino un conjunto de relaciones. En el espíritu no hay cosas, sino estados. Un estado de espíritu no es sino la relación entre un estado anterior y otro posterior. No hay, por ejemplo, una tristeza absoluta, una cosa “tristeza”. Si antes sentía yo inmensa alegría, y ahora los motivos de alegría, aunque grandes, son menores, me sentiré triste. La tristeza y la alegría florecen una de la otra, son estados diversos de una misma cosa fisiológica, la cual, a su vez, es un estado de la materia o un modo de la energía.
Hemos visto que un individuo, sea cosa o persona, es el resultado del resto total del mundo: es la totalidad de las relaciones. En el nacimiento de una brizna de hierba colabora todo el universo.
¿Se advierte la inmensidad de la tarea que toma el arte sobre sí? ¿Cómo poner de manifiesto la totalidad de relaciones que constituye la vida más simple, la de este árbol, la de esta piedra, la de este hombre?
De un modo real esto es imposible; precisamente por esto es el arte, ante todo, artificio: tiene que crear un mundo virtual. La infinitud de relaciones es inasequible; el arte busca y produce una totalidad ficticia, una “como: infinitud.
Esto es lo que habrá experimentado el lector ante un cuadro ilustre o una novela clásica; nos parece que la emoción recibida nos abre perspectivas infinitas e infinitamente claras y precisas sobre el problema de la vida. El Quijote, por ejemplo, deja en nosotros, como poso divino, una revelación súbita y espontánea, que nos permite ver sin trabajo, de una sola ojeada, una anchísima ordenación de todas las cosas; diríase que de pronto, sin previo aprendizaje, hemos sido elevados a una intuición superior a la humana.
Por consiguiente, lo que debe proponerse todo artista es la ficción de la totalidad; ya que no podemos tener todas y cada una de las cosas, logremos siquiera la forma de la totalidad. La materialidad de la vida de cada cosa es inabordable; poseamos, al menos, la forma de la vida.
Sabemos que una cosa no es lo que vemos con los ojos; cada par de ojos ve una cosa distinta, y a veces en un mismo hombre ambas pupilas se contradicen.
Hemos asimismo notado que para producir una cosa, una res, forzosamente necesitamos de todas las demás. Realizar, por tanto, no será copiar una cosa, sino copiar la totalidad de las cosas; y puesto que esa totalidad no existe sino como idea en nuestra consciencia, el verdadero realista copia sólo una idea; desde este punto de vista no habría inconveniente en llamar al realismo más exactamente idealismo.
Pero la palabra idealismo padece también falsas interpretaciones; de ordinario, idealista es quien se comporta ante los usos prácticos de la vida con yo no sé que estúpida vaguedad y ceguera; es el que trata de introducir en el clima ambiente proyectos adecuados a otros climas, el que camina dormido por el mundo. Suele decírsele también romántico e iluso. Yo le llamaría imbécil.
Históricamente, la palabra idea procede de Platón. Y Platón llamo ideas a los conceptos matemáticos. Y los llamo así pura y exclusivamente porque son como instrumentos mentales que sirven para construir las cosas concretas. Sin los números, sin el más y el menos, que son ideas, esas supuestas realidades sensibles que llamamos cosas no existirían para nosotros. De suerte que es esencial a una idea su aplicación a lo concreto, su aptitud a ser realizada. El verdadero idealista no copia, pues, las ingenuas vaguedades que cruzan su cerebro, sino que se hunde ardientemente en el caos de las supuestas realidades y busca entre ellas un principio de orientación para dominarlas, para apoderarse fortísimamente de la res, de las cosas, que son su única preocupación y su única musa. El idealismo verdaderamente habría de llamarse realismo.
Cézanne, pintor, no dice nada distinto de lo que yo, estético, digo con palabras más técnicas. Cézanne: arte es realización. Yo: arte es individuación. Las cosas, las res, son individuos.
La realidad es la realidad del cuadro, no de la cosa copiada. El modelo del Greco para el retrato del Hombre con la mano al pecho fue un pobre ser que no logró individualizarse, realizarse a sí mismo, y se ha sumido en esa forma general que denominamos toledano del siglo XVII. El Greco fue quien, en su cuadro, lo individualizó, lo concretó, lo realizó para toda la eternidad. El Greco dio en el lienzo la última pincelada, y desde entonces una de las cosas más reales del mundo, de las cosas más cosas, es el Hombre con la mano al pecho.
¡Y esto es así, precisamente porque el Greco no copió todos y cada uno de los rayos luminosos que del modelo llegaban a su retina!
El arte tiene que desarticular la naturaleza para articular la forma estética. El medio de expresión de ésta no se reduce a los colores; el natural, el modelo, el asunto, las cosas, en una palabra, no son fines o aspiraciones de la pintura, sino medios simplemente; material, como el pincel y el aceite.
Lo importante es la articulación de ese material; esa articulación es una en la ciencia y otra en el arte. Dentro del arte, es una en la pintura y otra en la poesía.
La pintura interpreta el problema de la vida, tomando como punto de partida los elementos espaciales, las figuras. Aquella forma de la vida, aquella infinita totalidad de relaciones necesaria para constituir la simple vida de una piedra, se llama, en pintura, espacio. El pintor crea bajo su pincel una cosa, organizando un sistema de relaciones espaciales y dándole un puesto en él; entonces aquella cosa comienza a vivir para nosotros.
El espacio es el medio de la coexistencia; si a un mismo tiempo existen varias cosas, débese al espacio. De aquí que cada pincelada en un cuadro tenga que ser el logaritmo de todas las demás; de aquí que un cuadro es tanto más perfecto, cuanto más referencias haga cada centímetro cuadrado del lienzo al resto de él[1]. Es la condición de la coexistencia, la cual no se reduce a un mero yacer una cosa junto a otra. La tierra coexiste con el sol, porque sin la tierra el sol se desbarataría, y viceversa; coexistir es convivir, vivir una cosa de otra, apoyarse mutuamente, conllevarse, tolerarse, alimentarse, fecundarse y potenciarse.
Es menester, pues, que el cuadro se halle presente y activo en cada una de sus porciones; el arte es síntesis merced a este poder particular y extraño de hacer que cada cosa penetre a las demás y en ellas perdure.
La construcción de la coexistencia, del espacio, necesita de un instrumento unitivo, de un elemento susceptible de diversificarse en innumeras cualidades, sin dejar de ser uno y el mismo. Esta materia soberana de la pintura es la luz.
El pintor crea la vida con la luz, como Jehová al comienzo de la génesis. No se olvide que a cada creación particular, según el libro, dios vio que era buena. Se imagina al Hacedor retirándose y entornando los ojos para obtener una visión más enérgica, más objetiva e imparcial de su obra: gesto de pintor.[2]
La pintura es la categoría de la luz.
Lo dicho anteriormente aparecerá más fecundo si comparamos la pintura con otro arte: la novela.
La novela es un genero poético, cuyas épocas de germinación, progreso y expansión corresponden exactamente a análogos estadios de la evolución pictórica. Pintura y novela son artes románticos, modernos, nuestros. Maduraron como frutas del Renacimiento, es decir, como expresiones del problema del individuo, característico del Renacimiento.
En los siglos XV y XVI se descubre el interior del hombre, el mundo subjetivo, lo psicológico. Frente al mundo de las cosas fijas, firmemente asentadas en el espacio, surge el mundo fugaz de las emociones, esencialmente inquieto, fluyente en el tiempo. Este reino vital de los afectos hallo, el punto, su expresión estética: la novela[3].
La sustancia última de la novela es la emoción; las novelas no están ahí para otra cosa que para revelarnos las pasiones de los hombres, no en sus manifestaciones activas y plásticas no en sus acciones –para esto bastaba el poema épico–, sino en su origen espiritual, como contenidos nacientes del espíritu. Si la novela describe los actos de los personajes y aun el paisaje que les rodea, es sólo para explicar y posibilitar la sugestión directa de los afectos interiores a las almas.
Pero la vida de nuestro espíritu es sucesiva, y el arte que la expresa teje sus materiales en la apariencia fluida del tiempo. La convivencia de las almas se verifica sucesivamente: unas vierten en otras su contenido más íntimo y de estas otras pasa a otras nuevas; así se ponen en relación unos corazones con otros. Por eso el principio unitivo que emplea este arte temporal es el diálogo.
En la novela el dialogo es esencial, como en la pintura la luz. La novela es la categoría del diálogo.
Recorra el lector la historia de la novela: en la Grecia clásica sólo existen narraciones de viajes, lo que llamaban teratologías. Si queremos buscar algo verdaderamente helénico donde pueda hallarse en germinación la novela, sólo encontramos los diálogos platónicos, y, en cierto modo, la comedia. En contraposición a la épica, la novela se refiere a la actualidad; la narración para el griego había de proyectar siempre sus temas sobre el fondo matriz de las viejas edades místicas; la narración es leyenda. Sólo una cosa hallaron digna de ser descrita como actual: la conversación, el cambio de afectos de hombre a hombre.[4]
La novela acaba de nacer en España; La Celestina es el último ensayo, el último esfuerzo de orientación para fijar el género. Cervantes, en el Quijote, además de otros tremendos donativos, ofrece a la humanidad un nuevo género literario. Ahora bien: el Quijote es un conjunto de diálogos. Tal vez esto dio motivo a discusiones entre los retóricos y gramáticos de su tiempo; certifique quien sepa de estas materias si puede referirse a algo parecido lo que Avellaneda dice al comienzo de su prólogo: “Como casi es comedia toda la Historia de Don Quijote de la Mancha...”.
La luz es el instrumento de articulación en la pintura, su fuerza viva. Esto mismo es, en la novela, el diálogo.
Creo que lo antedicho nos servirá para distinguir claramente entre lo que cada arte está llamado a expresar y los medios que emplea para la expresión; en una palabra, entre el tema ideal y la técnica.
La vitalidad en su forma espacial se nos ofrecía como aspiración radical de la pintura; la luz, como un instrumento genérico.
En todo arte es importante esta distinción entre la técnica y la finalidad estética, pero en pintura mucho más. Una advertencia vulgarísima nos explicará por qué.
Si tomando en su conjunto de un lado la historia de la pintura y de otro la de la literatura, comparamos el número de obras reconocidas como admirables por los críticos de uno y otro arte, nos hallamos con un hecho bruto que merece alguna justificación, si no ha de quedar incomprensible. A saber: el desequilibrio excesivo entre la abundancia de aciertos pictóricos del hombre y la exigüidad de sus aciertos literarios. Resulta que la humanidad ha ejecutado muchos más cuadros bellos, que compuesto obras poéticas fuertes.
Yo me resisto a creer que haya sido así. Unos y otros, críticos de pintura o críticos literarios, se han equivocado, y, a mi entender, el error corresponde, en este caso, a los más benévolos. La critica pictórica se ha excedido en la alabanza, seducida por una confusión entre el valor estético y el acierto técnico.
En pintura la técnica es sumamente compleja y sabia; el mecanismo productor de un cuadro es, si se compara con el instrumento literario –el idioma–, mucho menos espontáneo, más remoto de los medios naturales que emplea el hombre en los usos cotidianos del vivir. De otro modo: entre el Quijote y una conversación vulgar hay mucha menos distancia de complejidad técnica que entre un dibujo de Remdrandt y las líneas que una mano ingenua pueda trazar sobre un papel, para fijar la impresión de una fisonomía o de un paisaje. Merced a esto, en pintura la técnica ha llegado a sustantivarse, a levantarse con la exigencia de que se les otorguen los honores de contenido artístico, siendo como es mero material. ¿Cuántos cuadros esencialmente antiestéticos no viven en la loa de la historia del arte por pura virtud y gracia de su técnica paciente, erudita, tenaz? Si fuéramos a revisar las glorias de la pintura con perentorias demandas de puro arte sustancial, todo el piso bajo ella –el retrato- quedaría fuera de nuestra admiración, sin más excepciones que las de aquellos retratos que no lo fueran realmente, sino verdaderas composiciones, cuadros completos. Según todas las probabilidades, había de ocurrirnos lo propio con el paisaje y con el cuadro de historia, que suele ocultar, bajo la pompa cromática de los trajes, una triste mendicidad pictórica.
¿Será esto decir que el pintor haya de desentenderse de preocupaciones técnicas? Claro está que no; primero habrá de pintar de la mejor manera del mundo. Sólo quisiera dar a entender que después de pintar admirablemente, el pintor debe comenzar a hacerse artista. En la crítica momentánea es necesario conceder al punto de vista técnico la suprema instancia del juicio, porque esa crítica, más que un fin estimativo, tiene un sentido pedagógico; pero mirando los planos enormes de la historia toda de un arte, ¿qué quiere decir el bien pintado de unas manos o la caprichosidad de una línea?
Dentro del sentido que levan estos párrafos aparece desde luego como mucho más importante determinar qué debe pintarse: el cómo deba pintarse es cuestión secundaria, adjetiva, empírica, que acudirán a contestar con respuestas divergentes cien escuela y mil pintores.
Una consecuencia sacamos, sin embargo: puesto que se pinta con la luz y en la luz, la pintura no tiene para qué pintar la luz. Vaya ésta como crítica de todo luminismo que eleva el medio artístico a fin pictórico.
Entonces, ¿qué ha de pintarse?
Hemos visto que no han de pintarse ideas generales. Un cuadro no puede ser un trampolín que nos lance súbitamente a una filosofía. Por muy buena que sea, la filosofía que un cuadro pueda ofrecernos es forzosamente mala. La filosofía tiene su expresión propia, su técnica propia, condensada en la terminología científica, y aun ésta le viene muy escasa. El mejor cuadro es siempre un mal silogismo.
El cuadro ha de ser, en toda su profundidad, pintura; las ideas que nos sugiera han de ser colores, formas, luz; lo pintado ha de ser vida.
Y ahora tráigase a la memoria cuanto he dicho para dar a este pobre concepto de vida fluidez estética. Vida es cambio de sustancias; por tanto, convivir, coexistir, tramarse en una red sutilísima de relaciones, apoyarse lo uno en lo otro, alimentarse mutuamente, conllevarse, potenciarse.
Pintar algo en un cuadro es dotarlo de condiciones de vida eterna.
Imaginaos delante de una obra a la moda. Sus figuras incitan nuestra fantasía al movimiento, nos conmueven, viven para nosotros. Pasan cincuenta años y aquellas figuras, ante las pupilas de nuestros hijos, permanecen mudas, quietas, muertas. ¿Por qué han muerto ahora? ¿De qué vivían antes? De nosotros, de nuestra sentimentalidad momentánea, periférica, pasajera. Aquellas figuras románticas se alimentaron de nuestro romanticismo, yerto éste, se murieron de hambre y sed. El arte a la moda es fugaz por esto: vive de espectador, ser efímero, que cambia a poco, condicionado por la época, por el día, por la hora. El arte clásico no cuenta con el espectador: por eso nos es más difícil llegarnos íntimamente a él.
El pintor excelso ha puesto siempre en su cuadro no sólo las cosas que quiso o le convino copiar, sino un mundo inagotable de alimentos para que esas cosas pudieran perdurar en la vida eterna, en perpetuo cambio de sustancias. La conquista de lo que se ha llamado “aire”, “ambiente”, es un caso particular de esa exigencia incalculable.
Los egipcios miraban la muerte como una manera de la vida, como una existencia virtual de los seres más allá de lo visible. Por eso, para facilitarles esa nueva vida, convertían los cadáveres en momias y encerraban con ellos, en las mastabas, toda suerte de alimentos.
Esto ha de pintar el pintor: las condiciones perpetuas de vitalidad. Esto han hecho todos los pinceles heroicos.
En el hombre la vida se duplica: sus gustos, sus miembros, son a un tiempo, vida espacial y signos de vida afectiva. La pintura se integra en el cuerpo humano; a través de él penetra en su dominio, bajo el imperio de la luz, todo lo que no es inmediatamente espacio: las pasiones, la historia, la cultura.
El tema ideal de la pintura es, en consecuencia, el hombre en la naturaleza. No este hombre histórico, no aquel otro: el hombre, el problema del hombre como habitante del planeta. Reducir este problema a un tipo nacional, por ejemplo, es rebajarlo a las proporciones de una anécdota.
¿Será, pues, una extravagancia decir que el tema genérico, radical, prototípico de la pintura es aquel que propone el Génesis en sus comienzos? Adán en el Paraíso. ¿Quién es Adán? Cualquiera y nadie particularmente: la vida.
¿Dónde está el Paraíso? ¿El paisaje del Norte o el del Mediodía? No importa: es el escenario ubicuo para la tragedia inmensa del vivir, donde el hombre lucha y se reconforta para volver a luchar. Ese paisaje no necesita árboles sugestivos, ni “dolomitos”, como la Gioconda; puede ser, como en la Crucifixión del Greco, un palmo de tinieblas a cada lado de la cabeza dolorosa del Cristo. Aquellas tinieblas brevísimas –como dice un crítico- podían considerarse extendidas por toda la Tierra. Son lo bastante para que las sienes redentoras sigan perpetuamente viviendo la muerte de un crucificado.
* * *
J. O. y G. Mayo 1910
[1] Por eso es que los mejores cuadros son sobre mitos o hacen referencia a ellos, ya que como relatos cumplen esta misma característica: densidad infinita de relaciones simbólicas no contradictorias. Esa ‘definición’ de mito se la escuché al Prof. Díaz en Una nueva belleza. Fue profesor del Wladimir.
[2] Carezco de la comprobación si ya en la época de Gasset se sabía que la ilusión de perspectiva sólo es posible entre quienes aprendieron a leer alfabéticamente, pues para distinguir cada letra hay que enfocar la vista levemente por encima de la superficie donde esta ‘dibujado’ el signo. Para quienes no, cualquier cuadro con dicha ilusión es ‘invisible’. Ergo, gesto de pintor “letrado”. La génesis bíblica sólo es posible después del origen del alfabeto, posterior a las tablas de la ley mosaicas.
[3] 06/12/07 05:21:08 p.m. ¡Eureka! Satori. Recién Ahora vengo a comprender porqué en Las Meditaciones del Quijote (1914) este pepe viene a decir que la novela tiene por único tema la ‘caída’ del héroe, de la tragedia al borde mismo de la comedia. Dado que lo subjetivo es el error, como sostiene en su ensayo sobre Renán, al tener este aspecto la supremacía, sólo cabe dicho resultado. Pero no se confunda la‘trágica’ derrota del héroe con su ‘cómica’caída. La primera es el resultado del cumplimiento de su tarea, más conocido como ‘destino’ (elegido libremente, tal como él subraya); la segunda es su frustración, su aborto, dados los múltiples errores de apreciación de alguien que quiso ser heroico, pero ni siquiera comenzó, dada su falta de ‘objetividad’. De ahí el llamado de atención a los ‘idealistas’, tratándolos de imbéciles. La tragedia se desencadena después de obtenido el ‘objetivo’, la comedia se ríe ante la imposibilidad de obtenerlo. He ahí la diferencia entre Ulises y don Quijote: el primero acabó con Troya, el segundo no fue acabado por los molinos sólo para seguir riéndonos de él. ¡15 años para entender el principio! Sólo puedo reír. Dicho sea de paso, los molinos a los cuales se refirió Cervantes, no eran los de las postales machegas, sino los que introdujeron los Hausburgos (austriacos) al monopolizar la producción de aceite de oliva. El Quijote es el primer anti globalización.
[4] Disculpa esta intromisión, pero hay párrafos que parecen el abstract de tesis completas. Trata de imaginar las ganas que me aguanto por apuntar el sentido de algunas como: ¿Qué tiene que hacer la palabra Teratología (estudio de los monstruos) en el mismo párrafo donde se menciona “el cambio de afectos de hombre a hombre”? Este párrafo condensa la esencia de lo ‘helénico’. No resistí la tentación sólo para ilustrar lo que me produce el resto del texto. ¿Lo habrá hecho adrede? Jajaja.
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