lunes, febrero 25, 2008

EL MUNDO Y EL OCCIDENTE



by Arnold Toynbee.



El mundo y los griegos y los romanos.

En el siglo II a. C., el mundo grecorromano estuvo atormentado por revoluciones, guerras y rumores de guerras, y hervía de tumulto y violencia tan enfebrecidamente como nuestro mundo occidental actual; pero, hacia la mitad del siglo II d. C., hallamos que la paz reina desde el Ganges al Tyne. Toda esta vasta área que se extiende desde la India a Britania, en la que la civilización grecorromana se ha propagado por la fuerza de las armas, está dividida en este momento de la Historia nada menos que en tres estados, y los tres intentan vivir, pegados uso a otros, con la mínima fricción posible. El Imperio romano, a todo lo largo de las costas del Mediterráneo; el Imperio parto, en Irak e Irán; el Imperio kushan, en Asia Central, Afganistán e Indostán, cubre el conjunto del mundo grecorromano. Y, aunque los constructores y dueños de estos tres imperios no son griegos de origen, sin embargo, todos son “filohelenos”, nombre del que se sienten orgullosos; es decir, consideran que es deber y privilegio suyo el fomentar la cultura griega y aplaudir las autonomías municipales, en las que se conserva vivo este modo de vida griego.
Examinemos ahora lo que alienta en los corazones y espíritus de los millones de griegos y romanos y de los muchos más millones de helenizados y semihelenizados ex orientales y ex bárbaros que viven bajo la protección de una paz romano-parto-kushana en el siglo II.
Las aguas de la guerra y de la revolución, que cubrieron la lamas de los bisabuelos de esta generación, se hallan ahora en reflujo, y la pesadilla de aquel tiempo de perturbaciones ha cesado, hace tiempo, de ser un recuerdo vivo. La vida social se ha estabilizado, gracias a la habilidad constructiva de los hombres de Estado; y, aunque el nuevo orden no ha logrado los ideales de justicia social, es tolerable incluso para los campesinos y el proletariado, en tanto que para todas las clases es, sin disputa, preferible a la anarquía ismaelita, a la que ha puesto cumplido fin. La vida es ahora más segura de lo que fue en la época precedente; pero, por esta misma razón, es también más monótona. Como anestésicos humanos, un César, un Arsaces y un Kanishka han sacado el aguijo de aquellas cuestiones políticas y económicas, tan excitantes en otro tiempo y ahora ya casi olvidadas, que fueron la sal, así como el veneno, de la vida humana. La benévola actuación de un eficaz gobierno autoritario ha creado, inintencionadamente, un vacío espiritual en las almas humanas.
¿Cómo se llenará este vacío espiritual? Esta es la gran cuestión en el mundo grecorromano en el siglo II d. C.; pero los espíritus sofisticados de los funcionarios y de los filósofos se hallan todavía en la ignorancia de que existan tales cuestiones en la agenda. Las personas que han leído las señales de los tiempos y que han actuado a la luz de estas indicaciones no son más que oscuros misioneros de media docena de religiones orientales. En el prolongado encuentro entre el mundo y los griegos y los romanos, estos predicadores de religiones desconocidas han quitado suavemente la iniciativa de manos griegas y romanas, tan suavemente, que aquellas duras manos no han sentido el contacto y, hasta ahora, no están alarmados. Pero, a pesar de todo, la marea, en este probar sus fuerzas los griegos y los romanos con el mundo, se ha replegado. La ofensiva grecorromana ha perdido su fuerza; una contraofensiva está llegando; pero a este contramovimiento todavía no se le conoce en lo que vale, porque se está lanzando en un plano diferente. La ofensiva ha sido militar, política y económica; la contraofensiva es religiosa. Este nuestro movimiento religioso tiene ante sí un prodigioso futuro, como el tiempo va a mostrar. ¿Cuáles serán los secretos de sus éxitos venideros? Hay tres, los que a continuación vamos a indicar.
Un factor que, en el siglo II d. C., está favoreciendo la ascensión y difusión de las nuevas religiones es el cansancio de las colisiones entre las culturas.
Hemos visto a los orientales respondiendo al reto de una cultura griega radiactiva según dos líneas antitéticas. Hubo estadistas de la escuela de Herodes el Grande que, para poder vivir en un ambiete cultural grecorromano, prescribían aclimatación a ese ambiente, y hubo fanáticos cuyas prescripciones insistieron en ignorar el cambio de clima y continuar conduciéndose como si tal cambio no hubiera ocurrido. Después de un agotador ensayo de estas estrategias, el fanatismo quedo desacreditado por desastroso, mientras que la política de Herodes se desacreditó por insatisfactoria. Con cualquiera de estas dos estrategias esta guerra cultural no podía conducir a ninguna parte y la moraleja de este anticlímax es que ninguna cultura humana particular puede hacer su presuntuoso intento de constituirse en talismán espiritual. Los espíritus desilusionados y los corazones decepcionados están, en este tiempo, dispuestos a aceptar un evangelio que se eleve sobre estas áridas pretensiones y antipretensiones culturales. Existe, pues, una oportunidad para una sociedad nueva en la que no habrá ni escitas, ni judíos, ni griegos, ni esclavos, ni libres, ni varones, ni hembras; una sociedad en la que todos serán uno en Jesucristo o en Mitra, Cibeles o Isis, o en uno de los bodhisattwas, un Amitabha o quizá un Avalokita.
Un ideal de fraternidad humana que sobrepase las colisiones de cultura es, pues, el primer secreto del éxito de estas nuevas religiones; y el segundo secreto es que estas nuevas sociedades, abiertas a todos los seres humaos, sin discriminaciones culturales, clasistas o de sexo lleven también a sus miembros a una salvadora unión con un ser sobrehumano, pues la lección de que la naturaleza humana, sin la gracia de Dios, no es suficiente se ha grabado profundamente ahora en los corazones de una generación que ha presenciado la tragedia de un tiempo de perturbaciones seguido de la ironía de una paz ecuménica.
Hasta dos especies de dioses humaos, por lo menos, se han ensayado hasta este momento, y las dos son consideradas deficientes. El militar deificado ha constituido un flagrante escándalo. Alejandro, como los piratas tirrenos le dijeron en su cara en la historia que nos cuenta San Agustín, habría sido llamado no un dios, sino un bandido, si hubiera hecho lo que hizo con un par de cómplices en lugar de con un ejercito completo. ¿Y el policía deificado? Augusto, actualmente, se ha convertido en un policía, por haber liquidado a todos sus gansters y compinches; hay que estarle agradecidos por ello; pero, cuando se nos requiere para que le expresemos nuestra gratitud, adorándole como a un dios, a este gangster regenerado, no podemos cumplirlo con mucha convicción o entusiasmo; y, sin embargo, nuestros corazones están hambrientos por una divinidad a la que podamos adorar en cuerpo y alma.
Con los dioses que han hecho su epifanía con las nuevas religiones estamos, al menos, en presencia de divinidades a las que podemos dedicarnos con todo nuestro corazón, nuestro espíritu y nuestras fuerzas. Mitra nos conducirá como nuestro capitán. Isis nos cuidara como nuestra madre. Cristo se ha desprendido de su poder divino y de su gloria para encarnarse como hombre y ser crucificado por amor a nosotros. Y, por nuestro amor, igualmente, un bodhisattva, que ha alcanzado el umbral del Nirvana, se ha abstenido de dar el último paso hacia la felicidad. Este heroico explorador se ha condenado deliberadamente a seguir vagando en el doloroso camino de la existencia eternidades tras eternidades; y ha hecho este gran sacrificio por amor a sus hermanos, cuyos pies él puede guiar hacia la salvación durante tanto tiempo como pague el inmenso precio de permanecer él mismo como un ser que siete y sufre.
Estos fueron los mensajes de las nuevas religiones a una mayoría de la Humanidad que, en el mundo grecorromano, durante la época de paz imperial, estaba cansada y gravemente abrumada, como sin duda lo está en todos los tiempos y lugares.
Pero, ¿qué ocurre con la minoría dominante griega y romana que había devastado el mundo conquistándolo y saqueándolo y que ahora patrullaba por las ruinas como gendarmes por cuenta propia? “Hacen un desierto y lo llaman paz”, es el veredicto que, sobre su labor, uno de sus propios hombres de letras pone en boca de una de las victimas bárbaras. ¿Cómo responderían estos cínicos y sofisticados dueños del mundo, los griegos y los romanos, al desafío de la contraofensiva del mundo sobre el plano religioso, que era la respuesta del mundo a la anterior ofensiva sobre el plano bélico y político de sus gobernantes? Si examinamos los corazones de los griegos y los romanos de la generación de Marco Aurelio, hallamos también en ellos un vacío espiritual, pues estos primeros conquistadores del mundo, semejantes a nosotros, que somos su actual contrapartida occidental, habían desechado hacía mucho tiempo su religión ancestral. El modo de vida que eligieron para sí mismos, y que ofrecieron a todos los orientales y bárbaros a los que colocaron bajo la influencia cultural griega, fue un modo secular, en que se encomendaron al intelecto los deberes del corazón, creando filosofías que ocuparon el lugar de la religión. Estas filosofías, que eran para liberar el espíritu, ataban el alma a la dolorosa rueda de la ley natural. “De arriba abajo, de acá para allá, vueltas y vueltas: éste es –se confesaba el emperador filósofo Marco Aurelio– el ritmo del universo, monótono y carente de sentido. Cualquier hombre de inteligencia media que haya llegado a la edad de cuarenta años habrá experimentado todo lo que ha sido, lo que es y lo que está por venir”. Esta desilusionada minoría dominante griega y romana sufría, en efecto, la misma hambre espiritual que la mayoría de la Humanidad contemporánea; pero las nuevas religiones que se ofrecían ahora a todos los hombres y mujeres, sin distinción de personas, se habrían atragantado en la garganta de un filosofo si los misioneros no hubieran endulzado para él la extraña píldora; así, por amor de realizar su última y más dura tarea de convertir a un obstinado coro de público pagano, de educación griega, las nuevas religiones se vistieron con diversos trajes griegos. Todas ellas, desde el budismo al cristianismo inclusive, se ofrecieron visualmente con un estilo artístico griego, y el cristianismo avanzó aún más al presentarse intelectualmente como filosofía griega.
Este, pues, fue el último capitulo en la historia del encuentro del mundo con los griegos y los romanos. Después que los griegos y los romanos conquistado al mundo por la fuerza de las armas, el mundo hizo prisioneros a sus conquistadores, convirtiéndolos a las nuevas religiones, las cuales dirigían su mensaje a todas las almas humanas, sin discriminar entre gobernantes y sometidos, o entre griegos, orientales y bárbaro. ¿Se escribiría algo semejante a esta histórica catástrofe del pasado grecorromano en la historia –aún por terminar– del encuentro del mundo con el Occidente? No podemos decirlo, puesto que no podemos predecir el futuro. Solamente podemos observar que algo que realmente ha sucedido una vez en otro episodio de la Historia debe ser, al menos, una de las posibilidades que se alzan ante nosotros.

Fin de “EL MUNDO Y OCCIDENTE”.
1955

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